Nota de prensa que fue publicada en el periodico página siete el día domingo 25 de Noviembre de 2018 en la revista Rasca Cielos
En este país de añoranzas marítimas, una historia de marineros. Cocotoni queda al norte del lago Titicaca. Allí las olas pueden alcanzar los tres metros de altura, los veleros hundirse, la Fuerza Naval negar auxilio y los contrabandistas reinar a sus anchas.
Enrique Herrera Capitán del Argo
Todo terminó cuando me caí sobre el tronco, de culo. En ese momento me di cuenta que mi esposa tenía razón, el belga era un imbécil, mi hijo un héroe y mi hija una reina.
Sentí el golpe por toda mi columna, pensé que me había roto el coxis. Fue un alivio ver que mis piernas respondían ágilmente y evitaban que me cayera aunque no pude evitar mojarme hasta la cintura. Con todo lo que ocurrió el día anterior, me pareció irónico terminar mojado. Me cambié rápidamente, terminé de amarrar el velero maltrecho y emprendí el retorno a Huatajata con una sensación de triunfo y derrota al mismo tiempo. El trayecto de Cocotoni hasta allí duró unas dos horas, el doble de lo normal por el peso del velero, tiempo suficiente para revisar los acontecimientos de las últimas 24 horas.
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De todo lo que volvía a mi mente, la respuesta de la gente de la Fuerza Naval resumía la tragedia: “no podemos salir ahora, el oleaje está muy fuerte; además ¿quién lo autorizó a zarpar?, tiene que retornar de inmediato y pagar la multa”, me dijo el oficial. Sin duda, el país, la sociedad y la Naval habían tocado fondo. Era comprensible que no hubiesen querido arriesgar más vidas, pero pretender multarnos era la expresión máxima de la miseria humana en la que nos estábamos hundiendo.
La miseria a cualquier hora. Porque además de la tragedia estaba la constatación de cómo se mueve el país por dentro a esas horas en que todos duermen. Sucedió a las tres de la mañana de aquel día terrible. Decidí anclar a unos metros de la costa. El ruido de la proa golpeando contra la playa era insoportable. Prendí el motor y me alejé unos veinte metros, solté el ancla y me amarré al yate del Comodoro, que estaba ahí. El barco se mecía suavemente, la cabina estaba caliente y desde donde yo me encontraba se podían ver las estrellas. Era una noche impecable, el cansancio de las tareas del día anterior me hizo dormir de inmediato. De pronto, me despertaron unas luces, no el motor de aquella embarcación en la oscuridad. Las señales de luces desde la playa eran regulares pero no respondían a ningún código, al parecer sólo querían que se los viera; la respuesta de la lancha fue idéntica: un parpadeo de luces. Recordé que el Comodoro, conocedor del lago desde su infancia, me dijo que eran comunes los intercambios de paquetes nocturnos y que lo mejor para alguien ajeno era pasar desapercibido. Pero mi curiosidad pudo más, así que salí de la cabina sin encender luces y acomodé el asiento del timonel para ver la playa. El intercambio fue rápido: la lancha entregó cuatro bultos y recibió a cambio otros cuatro de similar tamaño. Por un instante pensé que podía ser droga, me agaché y me dispuse a entrar a la cabina exactamente cuando aquella lancha empezó a moverse y sus tripulantes dirigieron sus linternas hacia mi barco. No me vieron, se marcharon lentamente. A esa hora, los dueños del lago son ellos.
Desperté a las 8 am, el Comodoro ya estaba de pie y me invitó desayuno en su yate. Bajo el sol todavía amable de esa hora empezamos los trabajos para que el velero pudiera ser remolcado. Trabajamos en silencio, volviendo a vivir las sensaciones del naufragio.
El mástil doblado del velero era un silencioso testigo de las fuerzas desplegadas en la maniobra para ponerlo a flote. Volvió a mi memoria ese momento.
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Las olas eran de un metro y medio, el viento suficientemente fuerte como para temerle, y el velero, casi hundido, estaba a unos 50 metros del peñón de Tiquina. La corriente venía del Lago Mayor y las olas se estrellaban contra el peñón. En ese momento el lago me pareció un mar interior que sólo despierta dos o tres veces al año, como ese día.
El Comodoro dirigió la maniobra para reflotar el velero con maestría. Yo recibía sus instrucciones precisas en el timón, manteniendo inmóvil mi barco en medio de la corriente, entre los jaloneos del velero moribundo y las olas cortas de un lago color plateado. Los dos primeros intentos fallaron pero nunca perdimos el velero. De pronto sentí que la situación había cambiado y que el velero nos arrastraba hacia el peñón. Con voz firme le dije al Comodoro que soltara el velero; nos íbamos. El Comodoro respondió que lo intentaría una vez más. Miré a mi hijo que estaba en el asiento del copiloto y su mirada valiente me dijo que estaba de acuerdo con el Comodoro. En ese momento el velero salió a flote y volví a sentir que tenía el control de la embarcación. Le di máxima potencia al motor Mercury de 90 HP y emprendimos el retorno hacia la bahía de Cocotoni donde llegamos agotados a las 5 pm.
Pero el primer intento por rescatar el velero fue menos glorioso. Habíamos ido mi hijo, el hijo del Comodoro y yo. El velero todavía estaba en el sitio del naufragio. Los muchachos, hábiles marinos, hicieron las maniobras de rescate sin éxito. Sabíamos que las horas del velero estaban contadas y cruzamos la línea de la prudencia intentando pasar un cabo por encima del casco. La ola llegó de improviso, estábamos todos a babor, y todo empezó a moverse en cámara lenta. El barco se inclinó de tal manera que era imposible seguir de pie. Mi hijo, que estaba jalando el velero, quedó suspendido encima del agua. El hijo del Comodoro y yo saltamos como gatos a estribor, de modo que nuestro peso y voluntad equilibró el barco y, por fortuna, nadie cayó al agua. Inmediatamente volvimos a la bahía.
El velero del belga pasó temprano por la mañana. Poco después, otra sería la historia.
Llegamos con el peso del fracaso y la tensión del momento en los ojos. Nos recibieron mi hija y mi esposa con chocolate caliente, ambas de una pieza. “No vale la pena poner vidas en riesgo”, me dijo mi esposa, “dejen que el velero se hunda”. Tenía razón.
En ese momento mi hija propuso comer los sándwiches que teníamos preparados para un picnic en Cocotoni que nunca sucedió. Con extraordinaria simpatía repartió la comida, nos animó con su sonrisa y logramos comer y compartir entre amigos, olvidando por un instante el naufragio.
Fue entonces que el Comodoro nos contó cómo había comenzado todo.
Resulta que su yate y el velero habían salido de Huatajata temprano, cuando el lago todavía estaba manso. En Tiquina, el capitán del velero, un funcionario belga de la Unión Europea, le pidió que lo arrastrase porque no había suficiente viento. Efectivamente, cuando nosotros pasamos por Tiquina de ida a nuestro frustrado picnic en Cocotoni, vimos las dos embarcaciones esforzándose por cruzar el estrecho, sin viento, en medio de las barcazas cuyos timoneles son comparables a los choferes de minibús de El Alto. Nosotros pasamos rápido y sin esfuerzo. Yo había encargado mi barco a un armador griego, con especificaciones precisas para nuestro lago. El Comodoro nos vio pasar y tomó varias fotos, como es su costumbre. Cuando llegué a Cocotoni tenía once llamadas perdidas del Comodoro.
Sucedió que después de cruzar Tiquina, el yate del Comodoro y el velero se encontraron con ese lago plateado, con la corriente fuerte y las olas de metro y medio. En ese momento el belga decidió desafiar al destino; al fin y al cabo era un lago y él era marino del Mar del Norte, un mar de verdad. Le pidió al Comodoro que lo soltara para que desplegara su vela. El Comodoro le dijo que tuviera paciencia, que me llamaría para que los fuera a auxiliar. Le explicó que el Lago Mayor es como un mar interior, que era agosto, un mes con exigencias especiales. Pero el belga no quería escuchar y se soltó. Finalmente viviría su gran aventura. Por un momento se imaginó que era Tintín en el lago, invencible.
El Comodoro lo vio alejarse hacia el peñón de Tiquina. Marino experimentado, enfiló hacia Cocotoni sin pausa y sin el peso del velero. Llegó exhausto y nos contó lo que había sucedido. Sin pensar dos veces, mi hijo y yo salimos de inmediato. Yo recordaba vagamente dónde había visto la vela por última vez, avanzamos y entonces vimos un punto en el horizonte. No se veía la vela. Como intuimos, el velero se había volcado. “¡Se ha volcado, acelera!”, me dijo mi hijo, ese muchacho de 19 años, y así lo hice. Cuando llegamos al sitio, el panorama era dantesco: el velero volcado, la cabeza del belga sobresaliendo esforzadamente del agua con la cara de un extraño color morado, el silbido amenazante del viento y el oleaje del mar interior.
Pude acercarme a pocos metros. Mi hijo tomó el cabo de salvataje y lo arrojó al belga al mismo tiempo que cogió una cuerda del velero y comenzó a sostenerlo para evitar que se alejara. Entonces, una ola enorme golpeó el velero y le arrancó las cuerdas de las manos. Volvimos a empezar, esta vez más cerca, a esa distancia en que una mala maniobra puede convertirse en tragedia. Mi hijo agarró el bichero (boathook) y le alcanzó la punta al belga que decía con voz cada vez más suave “tengo frío”. Quienes conocen el lago saben que en agosto no se puede estar más de treinta minutos en el agua, después, la muerte es segura. El belga ya estaba al límite. Cuando agarró el bichero nos dijo que no se podía izar porque sus piernas estaban atascadas en las cuerdas del velero y cerró los ojos.
En el barco volteamos y nos vimos cara a cara, a los ojos, en un instante eterno en el que tratamos de decidir en silencio quién se lanzaría a cortar las ataduras del belga. Ambos sabíamos que era una maniobra arriesgada, por debajo del casco del velero volteado. Ambos sostuvimos la mirada listos para saltar y entonces ocurrió el milagro. “Me ha soltado”, dijo el belga de manera casi inaudible. Aún me pregunto si fue el velero o el lago. Mi hijo reaccionó rápido, jaló el bichero con esa fuerza que uno tiene a los 19 años y subió al belga al barco. El hombre tiritaba, no sentía sus piernas, pero estaba fuera de peligro.
Llegamos a Cocotoni, nos recibieron mi esposa y mi hija, ambas de una pieza. Inmediatamente se ocuparon del belga junto con el Comodoro. Nosotros nos sentamos en nuestro barco. No había necesidad de decir nada.
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